El Rastro de Cleopatra I

Sábado, Julio 30, 2016

El Rastro de Cleopatra I

Son las 9:00 pm y Ramses X, no se podía ir a dormir, sólo pensaba en la muerte de su hijo. Nueve años. Tan sólo nueve. Desde ahí venía su dolor y su vacío. Nueve y ochenta. Ochenta, y nueve. La misma historia. Ratas, castores. Desahucios por campoclaro en territorio de nadie, y nadie para hacerse responsable de los desvanecimientos del tiempo del emperador. Por eso, se había abstenido de los cocineros. Comida en mal estado. 80 años, esos eones atrás le recordaban que no. Que no hiciera lo mismo, y meno a conciencia absoluta, dejarse quitar el cetro sin legarlo a su correspondiente legitimario. Todos pensaban que algún día tendría que comer, que de “prana” no podía vivir, pero él había escogido un vaporizado consistente, secreto y repontenciador, que nadie conocía, y lo cual era su fuente de alimento. Nessun, allora, sabía. Por eso es que no lo habían asesinado y podía mantener el centro en su mano.

Blacky le había avisado del peligro. Blacky, era un pastor alemán, negro con una sola mancha castaño claro en el hocico, una cola de huesudo olfateador, pero de hortelana marcha. Lo sintió. Ladró como nunca antes en un período histórico hubo quejido alguno que se le asemejara; pero nadie había pudo captar a tiempo, la seña. Así que Blacky había muerto, y ahora, él estaba solo para protegerse, consigo mismo, y con el cetro mágico. El cetro azul, el de siempre, el que no traspasaba ningún secreto y había abierto todas las barreras. Esa era su fuente, esa había sido la coronación de la vida.
Ramses estando consiente de que esto era el sino de un pasado trazado, casi como si Mefistófeles y Maquiavelo, se hubieran puesto de acuerdo para hacer un trato en las profundidad y retar a Alighieri de una vez por todas, por eso ha había aceptado seguirles el juego a todos. No era cuestión de ganadores, ni de ego, ni de defensa. Era el legado. El cetro azul. La sabiduría contenida y constreñida para seguir haciendo girar la rueda. Sin embargo, esto sólo generaba más enemigos. Habían conos por todas partes que intentaba pasar , todos intentando hacerlo bajarse de su pura sangre a cada milla cruzada. Pero, Ramses X, había tenido siempre la llave bajo la manga, había entendido que su prioridad ahora que Ra III estaba muerto y no tenía a quien proteger, la meta, era llegar de nuevo hasta la cueva y accesar al tesoro de ochenta y cuatro mil escrituras. Sí, era lo único que ahora le importaba. Ramses trataba de modificar el interludio y no el preludio porque aquí estaba la clave del nuevo emperador, el que tendría que eregir el cetro por los próximos tiempos. Por eso, a veces, se sentía como un cuadrapléjico intentando retomar el camino con unas muletas baratas.
Siguió, desierto adentro, con su cabeza resguardada por un turbante sedáceo color mostaza hasta llegar al destino. Estaba cansado de tanta vagancia inútil y de tanta carga avinagrada. De que nadie se hiciera cargo de sus propios muertos, y siempre trataran de endilgarle a alguien más la historia, que, por supuesto y para no entrar en detalles, estaba ligada el tiempo del mar muerto. A las lenguas muertas. A dar tono.
Estaba harto de la hiedra que alimentaba a las nagas del ultramundo; pero él había generado una vida. Había engendrado un hijo, y aunque, esos nueve, ya se hubiesen ido, el compromiso se mantenía en aras de otras cosas más grandes y complejas. Y era por eso que él estaba a cargo del cetro, y era por eso que mantenía el secreto de las lenguas muertas en su puño.
Al fin, divisó la cueva. Con la cantimplora en la mano, refrescando sus entrañas, y el pañuelo húmedo para desvanecer el sudor que corría por su cara dio los últimos pasos hasta la cueva.
El lugar, estaba como siempre, desértico. Prácticamente desolado. Se ocultaba, detrás de una duna que no era movediza, era como una ilusión; sin embargo, estaba ahí, siempre protegiendo a la cueva. No habían puertas, ni ventanas, ni señales de “no entre”, todo era liviano y ancho. Se bajó del lomo de Cabeza de Buey, y lo dejó en la entrada para no profanar el lugar sagrado. Cabeza de Buey, no huía nunca, no intentaba sacar nada de contexto, sólo esperaba a su amo para emprender, de nuevo la marcha; esta vez, de regreso.
Ramses X, se introdujo en la cueva y buscó el lugar interno, el recodo donde estaba la piedra sagrada que conducía al pasadizo. De pronto, sintió un deseo inconmensurable de ejecutar una idea que no había contemplado. Parecía maquiavélico, pero era una salida. Una para siempre.
Fue hasta la puerta de la cueva, tomó a Cabeza de buey, hizo reverencia a lo sagrado y pidió permiso para llevar a Cabeza de Buey. Le dijeron que sí. Que los dos. Entonces, caminó con él hasta el lugar donde estaba la piedra filosofal. Entonces, supo, que nacería Sophía. Lo supo, que sería así. Y sin más, se adentro con cabeza de Buey en el laberinto de arena y huesos, se sentó, donde estaban los libros que magnificaban las ochenta y cuatro mil enseñanzas y desapareció con todo ello. Ramses X, Ra III era historia para el XI.
Cuentan. Dicen, dícese, que fue una leyenda.
Pero los Dioses, los que no se caen tan frecuente, se habían encargado de algo. Habían devuelto el cetro.
A los 49 días, el cetro azul, apareció sobre la cama de Ramses II.
Quedaba. S-i. El cetro azul…dos ejes cruzados, entrelazados y magnánimos. Era la marca del antecesor.
El legado del XI emperador.

Yolanda Marín
30/7/2016